PERTENENCIA eclesial
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    La voluntad de Jesús fue que todos los hombres llegaran a la salvación por la pertenencia a su Iglesia. Esto se puede entender en sentido estricto: pertenencia bautismal; y en sentido amplio, aceptación del mensaje revelado que El trajo a la tierra.
    En tiempos pasados los teólogos decían: "Fuera de la Iglesia no hay salvación". El movimiento ecuménico y la tolerancia de los tiempos actuales han hecho comprender a los cristianos que hay muchos hombres de buena fe que no han tenido la oportunidad de conocer la verdad de Jesús, pero actúan en conformidad con los sentimientos buenos de su corazón.
   Ellos tienen salvación, precisamente por que Dios quiere que todos los hombres se salven.
   Por eso se relega a los de mala voluntad, a los que conociendo la verdad no quieren aceptarla, el rechazo divino. Queda en el terreno del misterio quiénes son y quienes no son lo que traspasan esa línea fronteriza entre la verdad rechazada y la ignorancia perjudicial.

 


  

1. Voluntad de Jesús

   Jesús podía habernos entregado un mensaje de salvación de manera individual. Podía habernos salvado uno a uno. Podía haberse relacionado con nosotros de otra manera a como lo hizo.
   Sin embargo quiso tratarnos como miembros de una misma familia y, en cuanto tales, nos hizo llegar la gracia de la redención. Nos ofreció palabras de libertad compartida. Nos construyó como Comunidad, como hogar, como grupo solidario. En cuanto somos miembros de una familia, nos brindó libertad, redención, acogida, perdón, salvación.
   Así aparece la Iglesia que quiso dejar a su partida y en la cual El se haría de estar presente hasta el final de los tiempos. Quiso que el gozo de la libertad no fuera un regalo individual, encerrado en cada corazón, sino que se abriera a la solidaridad y a la participación.
    En el día del juicio dirá a los buenos: "Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer...” Y dirá a los malos: “Id malditos al fuego eterno creado para Satanás y sus ángeles, porque tuve hambre y no de disteis de comer." Ambos le dirán: ¿Cuando Señor? Y él responderá: "Cada vez que lo hicisteis o no lo hicisteis con uno de éstos que creen mí."
    Nunca entenderemos del todo el misterio y el mensaje de Jesús, fuera de la realidad eclesial. Por eso, estudiar a Jesús, sin una visión paralela de la Iglesia, nos llevaría a valorar su dimensión histórica y su doctrina, pero no es sufi­ciente para entender su Persona.
    Jesús no es, como Buda, Mahoma, Confucio, el fundador de una exce­lente religión, la cual  puede descubrir, acep­tar y practicar un creyente. El mensaje de Jesús es El mismo, pues es el Hijo de Dios. Ni tampoco es, como Abraham, Moisés o Elías, una figura magnífica en el contexto de un pueblo elegido. Resulta que Jesús es mucho más. Es el hombre que sigue viviendo en sus seguidores. Su misteriosa presencia ilumina la intimidad de sus creyentes.
   Entre Jesús y la Comunidad de Jesús existe la intimidad de una realidad única, no la dualidad de un fundador y de su obra humana. Jesús está en su Iglesia. En cierto senti­do, es la Iglesia.

   2. Pertenencia diversa.

    Todos los hombres pueden pertenecer a la Iglesia en diversa forma, siempre que tengan voluntad de hacer el bien y no actúen maliciosamente contra la dignidad y la vida de los demás y de sí mismo.
 
    2.1. Pertenencia bautismal

    El Concilio IV de Letrán, en 1215, declaró: "Una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie se salva" (Denz. 430). El Concilio de Florencia repitió la sentencia y diversos Papas continuaron manteniendo esta enseñanza. Por eso el Bautismo fue mirado siempre entre los cristianos como la llave de la salvación.
     Pío IX declaró contra el modernismo: "Por motivo de religión, hay que afirmar que fuera de la Iglesia apostólica roma­na nadie puede alcanzar la salvación. Esta Iglesia es la única Arca de salvación.  Quien no entre en ella perecerá por el diluvio. Pero, no obstante, hay que admitir también como cierto que aquellos que ignoran la verdadera reli­gión, en caso de que esta ignorancia sea invencible, no aparecen por ello cargados con culpa ante los ojos del Señor y merecerán misericordia." (Denz. 1647)
    En estas declaraciones existe la idea clara de la necesidad de pertenencia bautismal a la Iglesia, es decir de haber sido injertados en la comunidad creyente por el Sacramento del Bautismo, de hecho o en deseo, que perdona los pecados y da la gracia.
    Con todo, los escritores cristianos vieron desde el pri­mer tiempo que había vínculos con la Iglesia salvadora, incluso fuera de la gracia bautismal, como en el caso de los Inocentes asesinados por Herodes en Belén (Mt. 2. 16) y de tantos mártires que murieron catecúmenos.
    Ese "bautismo de sangre" vino a com­pletar el "bautismo de agua" y el "bautismo de deseo", que se consideró siempre la condición de salvación. San Ambrosio y S. Agustín afirmaron con decisión que esos catecúmenos que morían antes del Bautismo conseguían "la salvación por el deseo de su alma y la penitencia de su corazón." (San Ambrosio, De obitu Val. 51 y S. Agustín, De bapt. IV 22. 29)
    Y esa enseñanza explícita y contun­dente de los primeros Padres de que fuera de la Iglesia no es posible la salvación, no se aplicaba sólo a los no bautizados, sino a los herejes y cismáticos.
    San Ireneo enseñaba: "En la acción del Espíritu no tienen participación los que no entran en la Iglesia, sino que se defraudan a sí mismos privándose de la vida por su mala doctrina y su pésima conducta. Porque donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí están la Iglesia y todas las gracias" (Adv. haer. III 24, I).

   2.2. Pertenencia espiritual o moral

   De esta manera pueden asimismo alcanzar la salvación los que se hallan de hecho fuera de la Iglesia católica. Cristo deseó que todos los hombres pertenecieran a la Iglesia, que hubiera  "Un sólo Bautismo y un sólo Pastor". (Jn. 10.16)", Fundó la Iglesia para llevar el mensaje y la sal­vación a todos los hom­bres. Revistió a los Apóstoles de su autoridad, les dio el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, haciendo depender la salvación eterna de que quisieran recibir su doctrina y ser bautizadas. (Lc. 10. 16; Mt. 10. 40; 18, 17; Mc. 16, 15 s). Dejó bien claro: "Los que crean y se bauticen, se salvarán. Los que no crean se condenarán." (Mc. 16.16)
   Todos aquellos que, con ignorancia inculpable, desconocen la Igle­sia de Cristo, pero están prontos para obedecer en todo a los mandatos de la voluntad divina, no pueden ser rechazados, como se puede deducir de lo que es y hace la justicia divina y de la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, de la cual existen claros testimonios en la Escritura: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad." (1. Tim. 2.5;   1 Tim. 3.15; Hech. 4. 12; Gal. 1. 8; Tit. 3.10; 2 Jn. 10.) Para ello ha enviado a su Hijo unigénito al mundo.
    La consecuencia de esta conciencia y doctrina eran clara. Había que hacer lo posible y con urgencia para que los hombres conocieran y se unieran a Jesús, por medio de su Iglesia.
   El celo misional que desplegó siempre la Iglesia tiene esta fundamentación, no sólo en convertir a los paganos, sino también en atraer de nuevo a los pecadores, a los herejes y a los cismáticos.  Sto. Tomás, incluso admitiendo como normalidad la pertenencia a la Iglesia (Expos. symb. a. 9), habló de la posibilidad de justificarse extrasacramentalmente y con una pertenencia virtual o espiritual. (Summa Th. II 68. 2).

 

 

 

   

 

   3. Pertenencia de los pecadores

   A la Iglesia no pertenecen tan sólo miembros santos, sino también pecado­res. Es interesante reflexionar sobre esas personas que por debilidad, por ignorancia o por malicia viven al margen del mensaje de Jesús.

    3.1. Los pecadores

    La Iglesia siempre ha sostenido que los que pecan mor­talmente siguen sien­do miembros de ella. Negaban esta pertenencia los herejes antiguos más puritanos: los novacianos y donatistas. Renovó esa actitud Lutero y la reforma, aunque forma matizada, y se acercó a ella el rigorismo del siglo XVII, con el P. Quesnel entre otros.
    La condena de diversos Concilios y Papas fue contundente, pues no podía ser de otra manera a la luz de los textos evangélicos. Pío XII decía en la Mystici Corporis: "No cualquier pecado, aunque sea una trasgresión grave, aleja por su misma naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía".
    Jesús, con sus parábolas de la cizaña y del trigo (Mt. 13, 24-30), de la red barredera que recoge peces buenos y malos (Mt. 13. 47-50) y de las vírgenes prudentes y necias (Mt. 25, 1-13), con la parábola del Hijo Pródigo (Lc. 15. 11-32) o con el perdón a la mujer adúltera (Jn. 8. 1-9) deja muy clara su postura.
    Incluso recalcó el deber de ayudar a los pecadores; y, sólo cuando fuera necesario, dijo que se les excluyera de la Iglesia. "Si tampoco escucha a la Iglesia, considéralo como un pagano o publicano." (Mt. 18, 15-17)
   Los cristianos aprendieron esa enseñanza de Jesús, aunque en los primeros tiempos ya hubo discrepancias entre los más exigentes y los más misericordiosos. (1 Cor. 1. 1 y 8; 2 Cor 1 2 y 20)

    3.2. Cismáticos y herejes

    La historia de la Iglesia está llena de tensiones, de grupos disidentes, de herejes y rebeldes que se apartaron de la autoridad y de la comunidad. En todos los lugares del mundo y en todas las época acontenció alguna división o separación.
    Ciertamente los que se han apartado de la doctrina o de la obediencia a la autoridad, si no se han retractado en sus actitudes después de los oportunos avisos o recomendaciones, dejan de ser de la Iglesia en cierto sentido.
    Se les llama herejes si niegan alguna doctrina considerada y definida como dogma por la Iglesia. Se les llama cismáticos si, aun manteniendo la integridad de la fe, se apartan de la autoridad. De cuando en cuando, la autoridad de la Iglesia declara públicamente esa separación y se les llama entonces excomulgados, no unidos ya a la Iglesia.
    Aunque todos ellos queden fuera de la Iglesia, su situación de bautizados les hace de alguna forma "hermanos separados", sobre todo cuando su distanciamiento es fruto del paso de los siglos y apenas si tienen otro conocimiento de los hechos que el heredado de la educación, de la comunidad o de la cultura.
    Por eso la Iglesia, a los herejes o cismáticos, si no han alterado la naturaleza de los sacramentos de la vida, el bautismo, la eucaristía, el sacerdocio en cuanto ordenación, le considera en ciertamente unidos a ella y hace lo posible para que se recupere la unida y la total comunión. Su Bautismo es auténtico, su Eucaristía es válida, su sacerdocio es plenamente respetable. Si han alterado elementos esenciales en la administración sacramental, su alejamiento doctrinal o sacramental es más radical y sería preciso, de regresar a la Comunidad de Jesús, el recibir lo que en verdad no recibieron.

    3.3. Llamados a ingresar

   Todos se deben considerar llamados a entrar en la Iglesia y vivir conforme a los reclamos del Evangelio
     - Los que no han recibido el Bautismo (1 Cor. 5. 12) están invitados a conocer a Jesús cada vez más y a recibir su gracia por las aguas regeneradoras.
     - Entre ellos, los más comprometidos son los catecúmenos, que han descubierto a Jesús y se hallan en proceso ya de integración. Algunos teólogos de tiempos antiguos, como en el caso de Francisco Suárez, ya les consideraban miembros de la comunidad eclesial en virtud de su deseo de pertenencia y conversión.
     - Los mismos herejes o cismáticos, que han recibido la sensación eclesial de la separación, siguen de alguna manera, como pecadores, invitados al regreso a la casa del Padre que desea acogerlos y "les espera”. No son "del todo" miembros de la Iglesia a la que no se someten; pero, como "bautizados aunque sancionados" sí se hallan vin­culados a ella. La conversión les reclama no como extraños, sino como hijos pródigos.
  - Los pecadores públicos, de modo especial los apóstatas que se marcharon de la fe por temor o debilidad, están llamados a la rectificación de sus conductas y pensamientos, para regresar a la unión estable con la Comunidad.
  - Incluso los "excomulgados" por determinadas acciones escandalosas, dejan de ser de hecho de la Iglesia, pero conllevan en sí mismos, por malvados que sean, gérmenes de recuperación por ser bautizados descarriados. (Código D. Can. 2258 o 2266) Por ellos oran los demás cristianos, pidiendo a Dios su conversión y la vuelta a la casa del Padre.

    4. Escándalo de la división

    Es cuestión que produce desconcierto, dolor y perplejidad el hecho de que los cristianos hayan tenido tantas disensiones en la historia y hoy aparezcan sumamente divididos y fragmentados en gru­pos no siempre bien avenidos y respetuosos entre sí.
     El Concilio Vaticano II declara: "Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor. Sin embargo son muchas las comuniones cristianas que se presentan ante los hombres como la verdadera Iglesia de Jesús. Todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si el mismo Cristo estuvie­ra dividido. Esta división contradice la voluntad de Cristo y es escándalo para el mundo e incluso daña la predicación santísima del Evangelio a todos los hombres."    (Sobre la Unidad. N.1)

   4.1. Causas humanas

   Con todo es conveniente no "escandalizarse" por este hecho humano y orar para que Dios conceda a su Iglesia el regreso a la unidad en la medida de lo posible. Heredera de una historia dos veces milenaria y encarnados los cristianos en multitud de razas, de lenguas y de culturas, tienen que ser comprensivos con los hechos históricos que engendraron la separación: ambiciones políticas, disensiones ideológicas, influencias nefastas de los pode­res terre­nos, etc.
   El llamado Movimiento Ecuménico se da en los tiempos actuales para que todos nos vinculemos con caridad y fidelidad a la voluntad y al mensaje verdadero de Jesús y hagamos lo posible por regresar a la unidad que Cristo pidió al Padre para sus seguidores en el momento de su despedida de la tierra. (Jn 17. 1-17).
   La intención de Jesús de formar una sola Iglesia o comunidad permanente con sus seguidores fue clara. La manifestó con sus palabras, con sus gestos y con sus hechos. Esa comunidad tendría que continuar su labor salvadora por el mun­do a través de todos los tiem­pos desde la humildad y desde la unidad.
    Aseguró la vida de esa Iglesia con la promesa del Espíritu Santo, el cual siempre fue mirado por los seguidores de Jesús como su vida y su fuerza. La Iglesia fue desde el principio el Nuevo Pueblo de Dios, heredero del Pueblo de Israel y diferente de la sinagoga judía.
   Multitud de metáforas (campo, edificio, rebaño, red, barca, familia, templo) fueron señalando la naturaleza de la Iglesia como unidad. Las metáforas más significativas fueron, y siguen siendo, las de Pueblo de Dios y las de Cuerpo Místico, al igual que la de la Vid a la cual se hallan unidos los sarmientos.
   La Iglesia se ha mantenido en el mundo formando una sociedad, como las otras grandes religiones humanas, pero con rasgos de misteriosa originalidad. Si hoy se presenta dividida en variadas confe­sio­nes y grupos que rivalizan por el nombre de cristianos (católicos, ortodoxos, evangélicos...), la voluntad de Jesús sobre la unidad fue clara y definitiva y no se cumple el deseo de su corazón.
    Pero como la Iglesia se halla por encima de los tiempos y de los lugares, el cristiano tiene que vivir de la esperanza y tener la certeza en la reunión que un día llegará.

    4.2. Cultivar la conversión

   Mientras tanto la Iglesia, y cuantos se sienten sus miembros, deben hacer lo posible para cumplir con la misión de Cristo en cada lugar y en cada momento. El llevar a los hombres un mensaje de salvación es su gran tarea. No les basta participar pasivamente en tradiciones y en vocabularios cristianos más sociológicos que evangélicos.
    El mensaje de Jesús aceptado es el que asegura la pertenencia a la Iglesia de forma efectiva. El da vida a la Iglesia porque da vida a los hombres. La Iglesia siente que su vida aumenta y se fortalece por la gracia de Jesús.
    Los miembros vivos de la Iglesia tenemos el deber de valorar la pertenencia a la sagrada familia y de hacer lo posible para que otros muchos tengan esa "pertenencia", no de forma amorfa y desinteresada, sino con la ilusión de que Dios está con nosotros.